En estos tiempos enrarecidos, es incompatible no platicar del fenómeno mundial de la epidemia que azota a la humanidad. Los humanos quedamos condenados a muerte, antes de lo advertido por nuestros genes, que transitaron por millones de generaciones a través del ADN.
Este tránsito nos hizo perder el origen específico de quiénes resultarían ser nuestros familiares inmediatos. El ser humano profanó su genética, la razón de su existencia, sustituyéndolo con patrones de conducta social de una familia consanguínea, con la que se relacionó sexualmente para la reproducción. También, se relaciona con fines de convivencia en pareja sexual o asexual.
Ese proceso de reproducción lo ha hecho convertir a su familia como la más importante, menospreciando a otras familias con menos recursos económicos y sumidos en la pobreza extrema. La economía es la razón determinante que mantiene activo y vigente el lazo conyugal de la familia sanguínea.
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Los que irrumpen el mandato político del Estado peruano y en otras partes del mundo, justifican la necesidad urgente de alimentar a sus familias. El reflejo de la supervivencia humana, justifica uno de los deseos más instintivos: el hambre, que es imposible de posponer. La competencia desleal de querer poseerlo todo económicamente y al mismo tiempo de no perderlo, hace la vida más caótica e irracional. Ignoran que la muerte acecha y convive con nosotros, ni eso sensibiliza al ser ambicioso y destructor de su semejante que menos tiene. Las plegarias al infinito no sacian el hambre; por el contrario, forma seres dependientes emocionalmente que se nutren de una esperanza inexistente.
El control social que impone el gobierno es transgredido por las necesidades urgentes de alimentarse y, alimentar a nuestra familia que hemos formado por ese instinto de supervivencia. En tiempos de cuarentena –casi teórico en sí– el encontrarse consigo mismo, ajenos a la interacción social, permite una mea culpa de aparentes errores condenados por la sociedad.
En esta reflexión interna en casa; comprometidos con la cocina, limpieza, noticias diarias y otras rutinas domésticas de nunca acabar, muchos se han reinventado para asomarse a la sociedad con otros aires. Hasta quedaron pendientes muchas promesas, a través de los medios digitales de comunicación en tiempo real. Como las promesas son en tiempos de angustia, desesperación al filo de la muerte, esperarlos cumplir, puede ser una travesía en tiempos casi normales de la vida cotidiana.
Ese bullicio mal sintonizado; adaptados a un mototaxi, auto, triciclo despiertan al dormilón a que se pueda animar a comprar algún producto urgente.
Por el relajamiento gradual de la actividad social dada por el gobierno, muchos comerciantes volvieron a los inventos antiquísimos del siglo V antes de nuestra era: el megáfono. En horarios rutinarias para la familia como: desayuno, almuerzo y cena se escucha pasar por el barrio la promoción de ciertos productos alimenticios con megáfono. Ese bullicio mal sintonizado; adaptados a un mototaxi, auto, triciclo despiertan al dormilón a que se pueda animar a comprar algún producto urgente.
Todo proceso de cambio y reacomodo es necesario, estos comerciantes deberían invertir más en ornato a su forma de trabajo. La razón de la epidemia es la antihigiene; como tal, el ofrecer con megáfonos debe cumplir ciertas cualidades estéticas, higiene, modernidad de sus vehículos y prendas de vestir que generen empatía personal con el comerciante. La antihigiene, no es sinónimo de pobreza en absoluto.
Previamente publicado en: https://www.ensartes.com/