“Las mentes libres que conocen el miedo saben que este nunca anulará sus voluntades y que, superada la amenaza, puede que emerja un estadio histórico mejor al actual. Sin embargo, el terror consiste en la anulación del individuo y de su voluntad.”
El miedo es un sentimiento positivo. Esto es así, porque ya sea su causa un objeto real de amenaza o uno imaginario, al igual que otros sentimientos, permite configurar el entorno y es la posibilidad de la acción humana. El instinto no puede provocar acciones, sino a lo sumo actos estructurados.
La diferencia básica entre un acto y una acción es que la última presenta un intermedio entre sujeto y objeto. El acto animal es directo: si hace hambre, come; si hace sed, bebe. La acción humana no busca solo satisfacer necesidades básicas, más bien un deseo que emerge de la representación del entorno. ¿Puede el miedo ser positivo?, ¿cuál sería su función o uso?
Hobbes, en el Leviatán, parece decirnos que el miedo a la escasez es causa de la aparición del Leviatán por medio de un pacto. Sin embargo, si se lee mejor, resulta que el miedo del hombre en estado de naturaleza es a la muerte violenta, es decir, a un concepto o representación de lo que sería una muerte violenta, pues tal representación es un concepto. El miedo es positivo, porque es causa de la sociedad y sus reglas jurídicas.
El miedo es positivo cuando aparece en los momentos críticos en que se requiere los consensos. Para ello, el miedo a la muerte no es suficiente, sino que se trata de un miedo a la muerte violenta, el miedo a una idea configurada por la persona.
Pero frente a ese miedo, Montesquieu presenta el terror. A diferencia del miedo, este aparece en los momentos en que las reglas jurídicas están claras, en que los modelos funcionan y parece que no se puede hacer nada para mejorarlos.
Entonces, sucede que el miedo de las personas es el peligro para el Estado. En efecto, el miedo a una vida de abandono, el miedo a una muerte irracional a manos de un virus, la muerte violenta de padres frente a sus hijos, el hambre extremo, el nivel risible de la educación, etc., se vuelve el combustible anímico para cuestionar las reglas. La respuesta del Estado es el terror.
El terror pretende eliminar el miedo. El terror es propiedad de los gobernantes; ya no se trata de un sentimiento subjetivo de muchas personas. Se trata de una estrategia que se confunde precisamente con su cura, el miedo.
La estrategia consiste en asegurar que los miedos subjetivos de las personas (equivocadas, por supuesto) amenazan la estabilidad de las reglas. Por lo tanto, se requiere sintetizar esas configuraciones a una sola idea, de modo que aparece una unidad personificada en alguna persona que ostenta un poder.
De esta manera, el terror justifica que una sola persona tome todas las decisiones: las importantes y las que no son importantes. En nuestro medio, significa que una persona tome las decisiones sobre qué obras van y cuáles no, sobre cuándo aplaudir o sobre cuando abuchear en el Congreso, sobre cuándo se debate, sobre quién es “terruco”, etc.
No se trata de una clase política completa, sino de un reducido número de personas. Puede ser una familia. Muchas veces, solo una persona de entre esa familia es quien tiene el poder, incluso, para desterrar a otros a pesar de sus vínculos de sangre. Una vez aceptado el terror, el poder es personificado y se desdibuja las fronteras entre el ejecutivo, el legislativo, lo judicial y los medios de comunicación.
Las mentes libres que conocen el miedo saben que este nunca anulará sus voluntades y que, superada la amenaza, puede que emerja un estadio histórico mejor al actual. Sin embargo, el terror consiste en la anulación del individuo y de su voluntad.
El terror es el problema, esa idea tirana de que todo está bien, de que nada puede hacerse diferente para mejor, sino que todo cambio significa el fin de las reglas y de la estabilidad, aunque esta sea solo aparente o beneficie a un reducido número de personas que gobiernan como un clan familiar.