“La oposición ciudadana ha servido de rienda para el caballo indócil, de tranquera para el ganado agitado o de bozal para el perro rabioso.”
El Derecho estricto salvaguarda la libertad fáctica de un ciudadano frente a la libertad de otro. Seguir las reglas garantiza el respeto de esta libertad y otorga mecanismos de defensa contra el abuso del poder, ya sea físico o de otra índole; a esta defensa se la llama justicia. Pero si justicia es cumplir las reglas, entonces ¿Qué ocurre en caso de que se utilicen esas reglas para atentar deliberadamente contra la libertad de otros?
Parece existir dos opciones. La primera es asumir la justicia legal, aun cuando atenta contra nuestro sentido personal de lo que es justo; como debe haberle ocurrido a más de un vecino alemán cuando denunció a sus vecinos judíos durante el gobierno de Hitler en Alemania. Por otro lado, la desobediencia legal implica asumir que nosotros, justo nosotros, tenemos el criterio para decidir cómo debe ser dictada una ley justa. Es decir, atentamos contra la institucionalidad de la justicia al permitir que cada quien evalúe desde su particularidad si una ley es justa o no. En este punto quiero defender que el rechazo ciudadano contra ciertas interpretaciones de la ley no son producto de una voluntad particular.
Aunque todavía en ciernes, parece que la ciudadanía peruana ha ganado cierta conciencia sobre que, en efecto, cierto tipo de justicia estricta puede ser lo que le conviene a los más poderosos e, históricamente, estos han sido los dictadores que acaparan los tres poderes del Estado. No fijarse en esta posibilidad lleva a que tantos otros ciudadanos crean que la caída en desgracia moral de hombres como Vizcarra atenta contra una voluntad popular que quiere ser unificada y no solo voz de la mayoría.
Las expresiones de apoyo ciudadano no fueron a favor o en contra de personas, sino a favor o en contra de ideas. No se ha marchado en contra del Derecho, sino en contra de la idea de que se puede usar a este para justificar las luchas particulares: quedarse en el poder más tiempo, la libertad de dirigentes políticos condenados, los intereses de ciertos conglomerados económicos como aquellos que buscan la segunda oportunidad para universidades no licenciadas, etc..
Pensar en libertad sí tiene un mérito. Aun cuando el Derecho solo es vinculante cuando es positivo, es decir, institucionalizado y, por tanto, ni la opinión de la mayoría ni la fuerza de la masa pueden hacerlo estricto; aun sabiendo que solo una decisión, siempre tarde, de nuestro Tribunal Constitucional puede dar legitimidad a ciertos actos; aun sabiendo todo ello, la oposición ciudadana ha servido de rienda para el caballo indócil, de tranquera para el ganado agitado o de bozal para el perro rabioso. Hablo del espíritu humano en general, pues, como en el caso de la tragedia Antígona, es cuestión de suerte que nos toque atacar la ciudad a unos o defenderla a otros.
Sin embargo, sin el conflicto, sin la oposición, allí donde la razón durmió y cundió el silencio; cuando lo legal se volvió el único criterio de corrección, ocurrieron las más graves atrocidades de las que nuestra especie es capaz: acusar a vecinos para ser exterminados, resolver problemas de pobreza apelando a la esterilización o, menos grave quizás, vacunarse contra la COVID-19 a escondidas, únicamente, porque se puede y porque nadie dijo nada.