Es ya muy sabido que en la capital y otras ciudades, desde hace décadas hay gente que se dedica, como si fuera un oficio, a pedir dinero a los demás, apelando a la pena o la bendición divina sin mayor esfuerzo o vergüenza. Uno puede darse cuenta de eso, por ejemplo, al identificar en el transporte público a un hombre maduro que actualmente aduce haber perdido su trabajo, que no es de Lima, etc., y que cuando era joven decía que era un universitario provinciano y pedía ayuda para continuar estudiando.; o al ver a una anciana que, en una entrada de un mercado limeño, acostumbraba a pedir plata a los transeúntes, clientes y comerciantes, desde la mañana hasta el anochecer cuando llega un joven a recogerla para llevarla en taxi.
Eso pasó hasta que alguna gente se apiadó tanto de ella que llamó al serenazgo. Ante la posibilidad de ser asistida y, por tanto, perder su oficio de mendiga, la viejita simplemente se mudó a una zona limítrofe del distrito.
Otros casos de manipulación se dan cuando vemos a otra mujer no tan mayor que suele, desde hace mucho tiempo, caminar entre los límites de un distrito y otro de Lima, pararse en las esquinas y llorar diciendo que tiene hambre, o cuando algún varón de edad avanzada, desencajado y oliendo a alcohol, evidentemente un dipsómano, que pide plata para comprar licor.
Hay toda clase de pordioseros: los recientes venidos del extranjero que mendigan durante semanas acompañados de sus hijos diciendo que acaban de llegar y no tienen qué comer, los que mendigan mostrando alguna desventaja física o corporal (ciegos, mancos, cojos o lisiados), los que que usan por años a sus hijos con alguna capacidad especial (minusvalía física o mental) y hasta los que usan dispositivos electrónicos para atraer a los clientes, perdón, colaboradores.
Además hay mendigos solapados que en realidad son vendedores ambulantes, de toda edad, de golosinas que, con o sin discursos, en el transporte citadino o en la vía pública, sobre sus problemas de salud, trabajo o con la ley, que piden que uno los apoye comprando sus dulces o pequeñas artesanías que uno no necesita.
Técnicamente no serían mendigos quienes, sean o no mayores, invidentes o minusválidos, venden alguna mercadería, tocan un instrumento, bailan, cantan o hacen fonomímica con pistas musicales y aunque cobran o piden una colaboración por su trabajo no están apelando a la caridad ajena.